MADRID INTERIOR


Me he visto en un espejo en la película sobre el confinamiento que acaba de sacar Juan Cavestany: “Madrid. Interior”. Soy los otros y ellos son yo. Escenas de casa, sofá, manta, calcetines, ropa cómoda. Rostros desnudos, miradas congeladas.  Llantos que asaltan de repente, mirando una pared o al tumbarse en el suelo a observar de cerca el parquet. Emociones que asoman y desbordan. El parte diario de Fernando Simón ofreciendo los datos del día. Caminar haciendo círculos absurdos en torno a un mueble para estirar las piernas. Rincones que son islas dentro de la propia isla que es la casa tras la muralla. Altares del confinamiento: Mi mesa, mi ordenador, mis colores, mis libros, mi universo. La lectura, la desconcentración, la ventana como única salida física al exacto mundo que sucede en cualquier calle del planeta en la que todo lo que ocurre, ahora lo sabemos, está pasando a escala aquí ahora mismo. Una ventana, una conexión física pero a distancia. Qué ironías, lo virtual más próximo que lo físico, cada vez más lejano. El silencio, los pájaros, los aplausos y los coches cogiendo polvo, siempre los mismos ocupando los mismos espacios. La inmovilidad, el tiempo detenido. Las tazas de té que acompañan como a un bebé su osito, a todas partes, a los tres rincones en los que tu vida transcurre entre las paredes que te cobijan. El silencio. La música. El silencio. El teletrabajo, los sets improvisados. La meditación, el yoga y los baños sin tiempo. Quitarse la ropa en la entrada. Desintoxicarse del mundo para entrar en el recinto sagrado. Lo único inexpugnable: el espacio que habitamos. La obsesión, las ganas de vida, la locura atávica y las botellas de vino vacías acumulándose. La ropa tendida en el salón y la lavadora que lleva meses sin lavar la alegría que te imponías antes cada vez que salías de casa. Días en los que vimos cerrarse el ciclo de las horas en las persianas que suben y bajan contando las jornadas. La necesidad de la risa, que se hizo tan cara. La apremiante manera de aferrarse a ella cuando surge, estirando la primera mueca tímida hasta descolgarse a carcajadas por pura necesidad de oxigenar los pulmones...risas que acaban en llanto. También esas. Y la pregunta que Juan José Millás me deja flotando: “¿Cómo se vuelve a casa sin haber salido de ella…?” No saliendo, le responde automáticamente mi silencio. Y ahí constato de nuevo la los estragos que deja el tiempo acumulado del encierro.

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